Remo’s Blues

Una mañana a finales de agosto de 1998 José Luis Esteo me telefoneó y me propuso que me incorporase a Remo Asatsu en cuanto me fuera posible. No era la primera vez que tratábamos el asunto. Unos meses antes, barruntando que mi puesto en Young & Rubicam corría serio peligro, me había puesto en contacto con él para pedirle una oportunidad en su agencia. Ahora por fin, cuando de nuevo había engrosado las sempiternas cifras del desempleo en España, llegaba esa oportunidad.

La idea de formar parte de Remo me resultaba tremendamente atractiva por dos motivos. En primer lugar, Remo era una de las agencias más creativas del momento, con unos anuncios cargados de humor y originalidad. La segunda razón era que entrar en Remo suponía en cierto modo un regreso a mis orígenes publicitarios, una retorno al entrañable “hogar” que había abandonado hacía ya bastantes años para emprender una larga singladura por el procelosos y a veces traicionero océano de la publicidad hispana; y digo todo esto porque, para quien no lo sepa, Remo había sido fundado por cuatro notables ex-Slogan, amén de que el 90% de su plantilla estaba constituida por gente procedente de aquella agencia en la que diera mis primeros pasos como redactor y de la que tenía tantos y tan gratos recuerdos.

Allí, en Remo, trabajaban Otilio González, Marga Lainez, Esteo, Alejandro Rojas, Cristina de Poo, Silvia Moreno, otra chica que venía del departamento del Departamento de Administración de Slogan, la hermana pequeña de Ana Tortajada (exsecretaria de Slogan)  y, por si fuera poco, uno de los principales proveedores de Remo era  la empresa de Emilio Macarro, el cual  había ejercido funciones de productor gráfico en Slogan. En una de las salas de la agencia habían instalado un futbolín como el que en Slogan había servido para animar tantos intermedios y descansos en el trabajo.

Las oficinas de la agencia estaban situadas en la Calle de Serrano, muy cerca de la Puerta de Alcalá, en una de esas casas señoriales de techos altos, suelos de madera y amplios ventanales. A los pocos días de estar allí me presentaron al que iba a ser mi Director de Arte, un argentino flaco y de pómulos salientes que respondía al nombre de Fabián Lynch. Se trataba de un tipo reservado y poco hablador que durante todo el tiempo que trabajé en la agencia permaneció atrincherado tras la pantalla de su Macintosh. Una de esas pocas veces que hablamos largo y tendido me contó que su familia tenía ciertos vínculos con el Ché Guevara. La verdad, siempre me resultó extraño que aquel taciturno muchacho tuviese algo en común con el mítico revolucionario y hombre de acción argentino.

Nuestro despacho estaba junto al de Otilio y Marga, y como ambos despachos carecían de puerta, podíamos vernos las caras unos a otros. Para disfrute de los que no podemos vivir sin música, Oti y Marga solían tener siempre puesto un CD en el equipo de sonido que había en su despacho. Algunos no se lo creerán, pero recuerdo perfectamente muchos de los discos que solían poner por aquella época: un disco de The Mike Flowers Pops con versiones “lounge” de temas como “Wonderwall” de Oasis; una recopilación de pop japonés con una versión de “Comment te dire adieu”, de Francois Hardy; Lisa Stanfield, Bill Evans, Paolo Conte, Lou Reed (creo que se trataba de su LP “New York”), y un cassette de Tom Jones. En el siguiente despacho trabajaban José Luis Moro “Pingüi” y una directora de arte llamada Mónica. El “Pingüi”, un icono del pop de los 80, tenía su despacho decorado con un un sinfín de juguetes y mercaderías varias. Curiosamente, durante todo el tiempo que trabajé en Remo, nunca oí sonar en la agencia alguno de sus divertidos temas.

Como es habitual en este tipo de viviendas de clase alta, un largo pasillo vertebraba la disposición de los diferentes despachos. En dirección a la puerta principal y al lado del que ocupábamos Fabián y yo, estaba el de José Luis Esteo, que tenía una extraña “silla de pensar”, algo similar al sillón de un dentista, reclinable y con posabrazos, aunque hecho de tela y madera y en la que Esteo se sentaba con su lápiz y su cuaderno de notas cuando tenía que crear una campaña. Luego, estaba el despacho del Presidente, Alejandro Rojas, y un poco más allá, uno en el que trabajaban Cristina de Poo, Silvia Moreno y una chica que no venía de Slogan y de cuyo nombre no me acuerdo, aunque creo recordar que procedía de Santander o Asturias. En la recepción estaba una jovencita pelirroja y de cutis lechoso que era un calco de su hermana mayor, Ana Tortajad, exsecretaria de Slogan y esposa de Emilio Macarro, que como ya he dicho, trabajaba para Remo Asatsu.

Siguiendo por el pasillo hacia el interior de la agencia, te encontrabas con los despachos de Administración y Medios. En el de Administración, además de la chica procedente de Slogan (¿Pilar podía llamarse) había un tipo con aspecto de ciudadano sueco a quien todo el mundo apodaba Olsen, Olaffson o algo parecido. En Medios había un chaval cuyo nombre he olvidado, aunque creo recordar que era un tipo simpático y chistoso.

Trabajar en una agencia con la fama y personalidad de Remo suponía un reto constante para cualquier creativo. El nivel de exigencia era muy alto; se suponía que en Remo no tenían cabida los anuncios vulgares, ni tan siquiera los buenos, sólo los geniales. En Remo tuve la fortuna de trabajar  junto a grandes y talentosos creativos, aunque creo que mis mejores piezas fueron desechadas por el Cliente (unas divertidas y estrambóticas cuñas para Mitsubishi, algunos anuncios gráficos para el diario deportivo AS, algo para la ONG Survival…). Por otra parte, tal como asegura el refrán, “cada maestrillo tiene su librillo”, y en aquellos años se podía hablar de la existencia de un auténtico “estilo Remo”, una manera muy “sui generis” de enfocar la creatividad y la publicidad en general.

Esta circunstancia, que en sí es positiva y poco frecuente, también tiene el inconveniente de que no todas las personas logran imbuirse de ese determinado espíritu y consiguen subir al vagón en el que viajan el resto de sus compañeros. Nunca he pertenecido a ningún club ni he sido socio de ningún equipo deportivo; tampoco he militado en ninguna organización política o religiosa. Únicamente sé hacer las cosas a mi manera y más bien en solitario. Tal vez en Remo Asatsu trabajase un número significativo de ex-Slogan y, en cierta medida, imperaba el ambiente distendido que había caracterizado a Slogan, pero aquello no era Slogan, lo más probable es que sus fundadores nunca hubieran querido que lo fuese y aun en el caso de que así hubiera sido habrían chocado con un escollo insalvable, a saber, que no se pueden institucionalizar la espontaneidad ni la alegría. Sea como fuere, el caso es que tras el verano de 1998 me vi obligado a abandonar la agencia (sí, sí, ya sé que estoy empleando un eufemismo y que debería emplear la palabra correcta (despedido), pero uno tiene su corazoncito y como buen español, me cuesta aceptar los fracasos).

Fue un adiós triste, solitario y gélido como una noche invernal. Atrás quedaban los discos y chascarrillos de Oti y Marga, las partidas de futbolín, los oropeles de la Calle Serrano y una cierta visión romántica de la profesión, que sería difícil de recuperar. Casadevall, Young & Rubicam, Remo…aquello comenzaba a convertirse en una costumbre.

De nuevo, acudió a mi mente aquella consoladora anécdota protagonizada por el B. B. King que explica porque el gran cantante y guitarrista llama cariñosamente “Lucille” a su guitarra. En cierta ocasión al principio de su carrera, mientras estaba dando un concierto en algún antro de de la cuenca del Mississippi comenzó una pelea entre dos hombres por una mujer llamada precisamente Lucille. La trifulca derivó en un incendio y, siendo como era un local hecho de madera, el fuego se extendió vertiginosamente y obligó a todos los presentes en el concierto, incluido el propio B.B. King, a abandonar corriendo la sala. Cuando el mítico bluesman contemplaba el incendio desde la calle, reparó horrorizado en que había olvidado su preciada guitarra en el escenario. Sin pensarlo demasiado, se lanzó al interior del local y, arriesgando su vida, rescató su guitarra de las llamas. Solo entonces se dio cuenta de la insensatez que había cometido: ninguna guitarra, por buena que fuese, serviría de nada si sus dedos no estaban para tocarla. Algo parecido me dije el día que salí de Remo: “Hay muchas agencias de publicidad en el mundo, pero sólo un Javier del Tío”.

 

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