Cuando Abril era algo más que un mes lluvioso

blur-1845534_1920Una mañana de mediados de marzo de 2004 comencé a trabajar en las oficinas de Abril Comunicación, la agencia de publicidad fundada y presidida por Begoña Cuesta, que había sido mi jefa en Bassat Ogilvy & Mather. Un par de semanas antes se habían producido los terribles sucesos del 11-M, la derrota del Partido Popular en las elecciones y la llegada al poder de Zapatero y los socialistas. Vivíamos unos momentos clave en la reciente historia de España, tiempos de cambios y confusión, de miedo y dolor, sobrecogidos aún por la tragedia del atentado y expectantes ante la amenaza que suponía el auge del terrorismo yihadista a nivel internacional. 

Unos días antes Begoña me había llamado para encargarme un freelance (me acuerdo perfectamente que se trataba de un concurso convocado por la Junta de Castilla – La Mancha para concienciar a los habitantes de esta Comunidad Autónoma de la necesidad de mantener limpias las calles y lugares públicos de sus pueblos y ciudades de cara al 400 aniversario de la publicación del Quijote).

Me recibieron una Directora de Cuentas llamada Paloma Tomé y el Director General y Financiero de la agencia y, a la sazón, marido de Begoña Cuesta, Christopher Thornell, un neoyorquino de piel bronceada, pelo oscuro y buen gusto literario. Begoña todavía no había llegado a la agencia y nos presentamos mutuamente. En realidad, no había nadie más a quien conocer. Begoña acababa de ganar el concurso de Turismo de Andalucía y la agencia estaba dando sus primeros pasos. Las oficinas estaban situadas en un enorme piso de la Calle Padilla, cuyas espaciosas salas estaban aún sin ocupar por los futuros empleados de la agencia.

Al cabo de un rato apareció Begoña, me explicó el briefing de la campaña, hablamos de las condiciones laborales y en seguida, comencé a trabajar en ella. Begoña me asignó un despacho en el que fácilmente hubieran podido trabajar cuatro personas, pero que todavía estaba desocupado. Había dos mesas de oficina y la distancia entre ambas no era inferior a los dos metros. El despacho incluía dos espacios anexos: una pequeña cocina donde había café y galletas y una pequeña habitación llena de cartones pluma y botes de pegamento en spray, que se utilizaba exclusivamente para montar los bocetos y storyboards para las presentaciones.

Durante un par de semanas trabajé prácticamente solo en aquel despacho. Como ya he dicho anteriormente, había sido contratado para hacer un freelance; sin embargo, finalizado el trabajo, Begoña me hizo una oferta para quedarme en Abril con el cargo de Director Creativo y yo la acepté. Comenzó así un periodo de mi vida profesional bastante estable y fructífero: durante siete años trabajé para todo tipo de clientes, entre ellos Turismo de Andalucía, El Mundo, Jim Beam o el Ministerio de Sanidad y Asuntos Sociales.

Abril Comunicación nunca fue una agencia de tamaño grande, ni siquiera de tamaño medio (no me estoy refiriendo al volumen de facturación ni a la superficie de sus oficinas, sino al número de empleados que llegamos a trabajar allí). Durante todo su periodo de actividad, la agencia nunca tuvo más de 8 empleados, contado con Begoña, la Presidenta, y Chris, su marido y Director General.

A los pocos días de estar trabajando allí, Paloma Tomé se marchó a trabajar a otra agencia. Luego se fue la recepcionista, que se fue a montar un picadero de caballos en el campo. Pero no todo fueron despedidas en aquellos primeras semanas. Poco a poco se fueron formándose los diversos departamentos de la agencia. Al de Cuentas no tardó en incorporarse una ejecutiva procedente de Danis Benton & Bowles. Se llamaba Avi Viveros y era una chica delgada y morena, muy aficionada al gimnasio. A pesar de que debido a la vehemencia de mis apreciaciones tuve algún encontronazo con ella, acabamos haciendo buenas migas. Vivía por mi barrio y muchas tardes regresábamos juntos en el Metro hablando de la agencia y de temas cotidianos. Más tarde, abrió una floristería cerca de mi casa. Luego, apareció un Director de Cuentas que respondía al nombre de Nacho. Había estado en Tiempo BBDO y creo que en Young & Rubicam llevando la cuenta de Vodafone. No era mal chaval, pero era de esa clase de “ejecutas” con vocación de creativo. No se equivoquen. No es que piense que alguien de Cuentas, de Medios o de cualquier otro departamento no pueda aportar una idea… pero siempre he creído que si era a mí a quien le pagaban por hacerlo, debía ser yo el que decidiese lo que funcionaba o lo que no funcionaba. Una cosa es proponer, y otra, tratar de imponer una idea sea como sea, sobrepasando tus verdaderos cometidos. Y no digo más.

Como ya he dicho más arriba, Abril nunca fue una agencia con mucho personal. A cargo de la recepción solía haber siempre alguien que al mismo tiempo estaba haciendo un training de cuentas. Recuerdo a una chica de León que se llamaba María Jesús, que cada dos por tres traía unas riquísimas pastas de su pueblo; también hubo un muchacho con aspecto de chico bien, bastante listo y que se fue de la agencia para trabajar en un buen puesto (ni recuerdo el nombre del chico, ni de la empresa a la que se fue, ni nada); aunque sin lugar a dudas, la persona que más recuerdo es a mi querida Elena García-Hidalgo, una chica pequeñita y simpática, que con el tiempo llegó a ocupar un puesto clave en la agencia de un amigo mío. 

Evidentemente, con quien más tuve relación fue con las personas del departamento creativo. El primer Director de Arte con el que trabajé se llamaba José María Gabaldón, hijo de un ex alto magistrado del Tribunal Constitucional. A pesar de que solo tenía 40 años cuando le conocí, tenía todo el pelo blanco. Le gustaba mucho dibujar y escuchar música (siempre llegaba al curro con los cascos puestos y lo primero que hacía era abrir el i-tunes de su Mac), especialmente rock americano, desde Lynyrd Skynyrd a Wilco, pasando por Bruce Springsteen o Neil Young. No hablaba mucho, incluso para alguien más bien callado como yo, por lo que pasábamos horas y horas sin intercambiar palabra, escuchando música y absortos en nuestro mundo.

Luego llegó una Directora de Arte llamada Coe Gil. Coe era una chica de pelo abundante y rizado, piel morena y un rostro que a veces me recordaba al de Marta Sánchez y otras, al de… ¡Lola Flores! Probablemente, nadie hubiera pensado que llegaríamos a ser buenos amigos dados nuestros antecedentes (ella, una señorita bien, que escuchaba a Julio Iglesias y que esperaba con ansiedad las rebajas de Bimba y Lola; yo, un tipo criado en un barrio proletario, amante de la música negra y al que le cuesta desprenderse de unos viejos zapatos aunque estén prácticamente inservibles), sin embargo, conectamos como seres humanos desde el primer momento y surgió entre ambos una corriente de mutua simpatía. Todavía recuerdo con cariño nuestros largos debates dialécticos sobre temas tan diversos como Dios, la política nacional, el significado artístico del jazz, las novelas de Chuck Palahniuk o el destino final del universo. No me pregunten por qué, pero los días de mucho calor nos gustaba ir a comer cocido madrileño (con su grasienta sopa, su montaña de garbanzos y todos sus productos cárnicos) a un restaurante cercano y luego, como colofón a tan calorífico menú, tomarnos una copita de Ruavieja. Formábamos un equipo algo singular pero bastante efectivo. Durante el tiempo que trabajamos juntos, ganamos varios concursos importantes para el Ministerio de Sanidad y también para el recién creado Ministerio de Igualdad. Felizmente casada con un importante directivo de Pernod Ricard, un día anunció que estaba embarazada y al cabo de unos meses decidió abandonar la agencia para dedicarse plenamente a su futuro retoño.

Sin embargo, la agencia siguió contando con una persona encargada de la dirección de arte. Se trataba de un viejo conocido mío, Emilio Cao, que unos meses antes de producirse la partida de Coe se había incorporado a Abril. Yo había trabajado con él en Bassat Ogilvy & Mather, donde también había conocido a Begoña Cuesta. Su difícil y agreste carácter le había aislado del mundo profesional, y aun de la sociedad. Uruguayo, fumador compulsivo, perfeccionista hasta el paroxismo, convirtió una pequeña sala de reuniones en su despacho y desde allí impuso su peculiar método de trabajo. He dicho que era un tipo áspero e inclinado a la polémica, sin embargo he de decir que conmigo solía llevarse bien. Siempre manifestó un especial respeto, tanto humano como profesional,  hacia mí, algo que era difícil de apreciar en su relación con otras personas.

Tampoco pasó mucha más gente por Abril. De vez en cuando se contrataba a algún directorde arte free lance, como mi vecina venezolana Rosa y el malogrado Paco Acuses.

En fin, así pasaron siete años trabajando para todo tipo de clientes y presentándonos a numerosos concursos. Hicimos campañas para El Mundo, Turismo de Andalucía, Vitaldent, García Baquero, Hojiblanca, Turismo de Madrid, Mayoral, Jim Beam… Y luego llegaron las vacas flacas. Pero eso es ya otra historia.

No quiero desaprovechar este artículo para hacer un pequeño aunque merecido homenaje a mi ex jefa Begoña Cuesta y a todas esas mujeres que como ella trabajaron y lucharon en un mundo casi exclusivamente masculino y, muchas veces, más machista de lo que cabría suponer en un sector como es el de la publicidad, siempre a la vanguardia de las tendencias sociales (y cuando hablo de machismo no me refiero únicamente a la utilización de la mujer como objeto publicitario —algo que en mi opinión responde más bien a una realidad histórica y social que la publicidad reflejaba—, sino a ciertos comportamientos que incluían un acoso más o menos velado y, muy especialmente, un cierto menosprecio a todo lo que pudiera proceder de una mente femenina). Cuando yo llegué a la publicidad había pocas mujeres en puestos clave. Begoña batalló en un mundo duro y consiguió llegar alto sin perder su inagotable optimismo. No fue la única. Conozco mujeres que comenzaron desde abajo y que hoy en día se codean con la flor y nata de la publicidad, y lo que es más importante, haciéndose acreedoras de un respeto basado en su profesionalidad y seriedad (como dice Serrat en una canción, “Dios y mi canto saben a quien nombro tanto”). Alguien afirmó que es la mujer quien civiliza al hombre. Estoy de acuerdo. Este mundo necesita más mujeres con poder. La mujer suele tener los pies sobre la tierra, mientras que los hombres nos envanecemos fácilmente persiguiendo nuestras propias fantasías de honor, bravura y grandeza. La mujer conoce mejor que el hombre el significado y la importancia de la vida, por eso valora mucho más el agua limpia, el alimento que nos proporciona la tierra, las caricias y el sudor. Fue una mujer quien me dio la vida; fue una mujer quien redimió mi corazón; que sea una mujer la que cierre mis ojos para ver más allá.

 

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