Tenía yo unos catorce o quince años cuando mi hermano mayor comenzó a trabajar en una agencia de publicidad. Hasta entonces nunca había caído en la cuenta de que los anuncios los hacen personas, ni había pensado que alguien se pudiera ganar la vida de esa manera; en mi mentalidad adolescente los anuncios aparecían en las pantalla del televisor y en las páginas de los diarios mediante algo similar a la generación espontánea, de un modo tan natural como los movimientos de las mareas o la caída de las hojas en otoño.
Así, gracias a mi hermano, me enteré de que existían unos tipos denominados “creativos” que se dedicaban a pensar ideas para hacer anuncios y comencé a familiarizarme con palabras como “copy”, “brainstorming”, “marketing” o “teaser”.
Nada de esto me hubiera impresionado si un día mi hermano no hubiera llegado a casa con unas botellas de aceite de oliva que había sacado del rodaje de un anuncio para una empresa de alimentación; otro día, apareció con un jamón cocido procedente de un estudio de mercado; luego trajo sucesivamente varios juguetes, chocolates, botellas de vino, prendas de ropa y un largo etcétera de productos y mercaderías. Pero lo que realmente me atrajo de la profesión publicitario fue lo de las fiestas: esas fiestas que, según él, las productoras de spots organizaban cada dos por tres y en las que te hartabas de comer, beber y conocer despampanantes modelos.
Eso de las modelos era una cosa seria por la que merecía la pena venderse al capital.
Así que un día me dije: ya que no se te da nada mal escribir, te sobra imaginación (la ingenua fantasía con la que visualicé el relato de esas fiestas supuestamente llenas de modelos, lo demuestra) y algo tienes que hacer en la vida, ¿por qué no te dedicas a la publicidad?
Y eso es lo que hice. Después de estudiar publicidad en el Centro Español de Nuevas Profesiones, empecé a buscar trabajo como copy, con la esperanza de poder asistir algún día a una de esas fiestas repletas de apabullantes modelos.