Una de las cosas buenas de esta profesión es que conoces a muchas personas, sobre todo si, como es mi caso, has cambiado muchas veces de agencia. Algunas de esas personas se convierten en amigos; otras se quedan en simples conocidos; y algunas otras no las quieres volver a ver en lo que te resta de vida.
Solo estuve seis meses en Lintas, pero me bastaron para comprender que los publicitarios constituimos una fauna muy especial: unos extraños animales convencidos de que realizamos el trabajo más importante del mundo y de que el resto de los mortales está pendiente de todas nuestras ocurrencias. Con esto no quiero decir que todos los que viven o malviven de la publicidad sean unos engreídos insoportables, tan solo quiero señalar que nuestro gremio peca a veces de un excesivo «ombliguismo», lo cual a veces se traduce en anuncios hechos por publicitarios para publicitarios.
Pero dejémonos de tanta filosofía y vayamos a los cotilleos, que es lo que realmente importa. Dicho de otra manera: ¿a quién conocí en Lintas?
Recuerdo a un director de arte argentino (no hay agencia que se precie que no cuente en su «staff» con un argentino, o en su defecto, un uruguayo), de nombre Ángel Somalo, y a un redactor de aire aristocrático que era hijo del poeta José Bergamín.
Recuerdo a un copy, creo que se apellidaba Cobos o Cobo, que continuaba al pie del cañón, pese a que debía andar por los sesenta y muchísimos. (A propósito, algún día escribiré una entrada sobre la cuestión de la edad en el sector de la publicidad). También a un creativo llamado Golfieri, cuya imagen irá siempre unida los pantalones de camuflaje que solía llevar a menudo.
Recuerdo a Angelito Cuevas, un muchacho de rostro afable y bonachón que trabajaba en el Departamento de Tráfico, es decir, en ese departamento (actualmente desaparecido de casi todas las agencias) encargado de seguir el desarrollo de todos los trabajos que está realizando la agencia, así como de vigilar su cumplimiento en los tiempos acordados.
En Lintas conocí a un Director de Servicios al Cliente alto, fuerte y con aspecto de señor feudal que se llama Manolo Verdura y que me inspiró mucho respeto. Muchos años después me lo encontré paseando por mi barrio, supe que eramos vecinos y resultó que el tío, además de un gran profesional, era un cachondo en el buen sentido de la palabra.
De los de Cuentas, también recuerdo a Monitor Pérez, anglófilo y con bigote a lo Ned Flanders. En producción estaba Boni Macarro (un nombre así no se olvida), con cuyo hermano Emilio coincidiría seis meses después en Slogan.
La secretaria del Flaco, el Director Creativo Ejecutivo, era una chilena rubia y delgada llamada Verónica. Otra secretaria era la guatemalteca Georgie, mujer amantísima de los animales y dotada de un gran sentido del humor.
Ya he hablado de ellos en un post anterior pero no querría dejar de mencionar a Javier, Ana, Cristina y Nico. Javier Génova, director de arte y bon vivant, me dio mi primer trabajo freelance (un folleto para una urbanización en la costa) y me hizo comprender que cualquier trabajo es mucho más gratificante si va acompañado de una comida decente en un buen restaurante. Ana Vivero, copy y poetisa, me enseñó la utilidad de los diccionarios, especialmente del Casares. Cristina Chereguini, copy cartagenera y descendiente de ilustres marinos, me hizo reír con su carácter espontáneo y su simpatía. Fue Nicolas Hollander, gran creativo y, como yo, aficionado al jazz , quien me convenció definitivamente de que poseía el suficiente talento para vivir escribiendo anuncios.
Una mañana estaba yo lavándome las manos en los aseos de la agencia cuando me asaltó un irresistible deseo de expresar en alto mi sempiterna pasión musical. Viendo que no había nadie a mi alrededor, comencé a silbar con todas mis fuerzas las notas de un blues con el «feeling» y la potencia de un recogedor de algodón de Georgia tras haber sido abandonado por su mujer y haber perdido su empleo. Imaginad ahora cómo resonaban mis silbidos entre aquellas paredes vacías. Y entonces, cuando estaba en pleno éxtasis musical, se abrió la puerta de uno de los retretes y apareció el mismísimo Manolo Ramiro, el Presidente de la agencia. El jefazo me dirigió una mirada entre iracunda y perpleja que cortó en seco mis silbidos. Mientras se lavaba las manos, aproveché para salir apresuradamente de los aseos y regresar a mis quehaceres como copy.
No sé si esta anécdota influyó en mi destino profesional, pero el caso es que cuando a las pocas semanas se cumplieron mis seis meses de contrato, no me lo volvieron a renovar y fui sustituido por el hijo de un cliente. Y ese fue el final de mi paso por la agencia de Lever. No penséis que lo sentí demasiado y me sumí en la desesperación. Había muchas agencias en Madrid y me aguardaba toda un mundo de experiencias, emociones, aventuras, sinsabores y alegrías.