Homo Anunciator

Había un anuncio del siempre genial  Tom McElligott (o por lo menos de su agencia Fallon McElligott) que decía algo así como «Es sorprendente cómo muchas personas cambian su visión de la publicidad cuando tienen que vender algo», todo esto sobre la página de anuncios por palabras de un tabloide americano. El anuncio formaba parte de una campaña cuyo objetivo era dignificar la publicidad presentándola como un elemento clave de la economía de mercado y de la libertad de elección del consumidor. Por ejemplo, otro anuncio de esta campaña mostraba a una chica joven con el rostro cubierto de espuma de afeitar y una maquinilla en la mano, con el siguiente titular: «A pesar de lo que algunos piensan, la publicidad no puede hacer que compres algo que no necesitas».

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La publicidad forma parte de nuestras vidas diarias. Es un factor clave en la actividad económica y un crisol donde caben todas las tendencias culturales, modas y pulsiones de nuestra sociedad. Pero no me estoy refiriendo solamente a la publicidad «oficial», la que aparece en la televisión, la radio, la prensa y en Internet, la que vemos en vallas, marquesinas y carteles. Hablo de toda esa publicidad  plasmada en anuncios por palabras, panfletos, hojas volanderas, flyers, carteles fotocopiados pegados en farolas y marquesinas…esa publicidad que ofrece pisos en venta, coches y guitarras de segunda mano, servicios del hogar, fontaneros y albañiles, señoritas con pechos exuberantes, personas para cuidar ancianos, esa publicidad que busca perros perdidos, bajistas para grupo heavy, colecciones de cromos antiguas, dependientas para mercería con experiencia… Ese ingenio creativo que se manifiesta en multitud de carteles escritos en las pizarras de algunos bares.

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Estoy convencido de que todos tenemos cierto talento creativo que puede ser ejercitado si ponemos algo de empeño en ello. Solo hace falta olvidarse de los prejuicios y temores que amordazan nuestro ingenio y, lo más importante, librarnos de ese sentido del ridículo que tanto mal nos hace a los españoles. El miedo al fracaso es el primer paso para obtener un fracaso contundente. Los americanos, tal vez por ser una nación joven, carecen de nuestro arraigado sentido del ridículo. Cada día millones de americanos y americanas se levantan de la cama diciendo tonterías, proponiendo locuras, construyendo castillos en el aire que no sirven para nada, y lo hacen en público, en la televisión, en la Red, en congresos y ferias…sin miedo a equivocarse o a quedar en ridículo ante los demás.Lo bueno es que de entre todas esas millones de «boutades» surge, de repente, una idea genial, un concepto rompedor, un invento  maravilloso, y aún mejor es que probablemente habrá otro loco que se atreva a financiarlo y hacerlo realidad. Ese método de trabajo es el que ha hecho que viesen la luz inventos como la bombilla incandescente o el telégrafo, el que ha posibilitado que el hombre llegara a la Luna o el que nos ha regalado películas como «King Kong», «E.T» o «La Guerra de las Galaxias». En la España de la hidalguía y el pundonor pocos son los que se atreven a manifestar sus ideas en público, en una reunión de trabajo, ante un consejo de administración o delante de un cliente. Cuántas ideas e inventos geniales habrán quedado en el cajón de los recuerdos sin que nadie las haya podido juzgar, cuántos novelones nos habremos perdido, cuántos músicos con talento habrán pasado sin pena ni  gloria por este mundo, y cuántas campañas de publicidad rompedoras y eficaces habrán quedado pergeñadas en la libreta de algún creativo tímido y cobardón. Desde aquí animo a todo el mundo a desarrollar su innato sentido creativo. No os inhibáis. Cuando estéis en una reunión de trabajo, o con los amigos, o pensando con vuestra pareja qué ponéis de comer, soltad la primera chorrada que pase por vuestra cabeza, decid lo que pensáis realmente, equivocaos todas las veces que sea necesario…(pensad en los políticos), y en algún momento surgirá esa idea genial que guardáis en vuestro cerebro.

Y por cierto, ¿a cuento de qué viene todo este rollo que os estoy soltando? Ah, sí. El otro día paseando por mi barrio encontré esta octavilla colocada en el parabrisas de todos los coches de una calle.

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No es un ejemplo de buena publicidad, ni siquiera creo que sea un ejemplo de publicidad ética, pero sin duda es un ejemplo de cómo cualquier persona puede emplear la publicidad para conseguir unos fines, en este caso, fastidiar a la competencia, vengarse de un mal servicio o advertir a los demás ciudadanos de un hipotético timo. Y es que más que homo sapiens, somos homo anunciator.

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