Hace no mucho leí en una revista profesional dedicada a la publicidad que el colectivo de artistas Brandalism (neologismo inglés procedente de la fusión de «brand», marca, y «vandalism», vandalismo) había emprendido una campaña de comunicación para instar a los creativos británicos a que empleen su talento en causas sociales y medioambientales. La campaña fue instalada ilegalmente en el mobiliario urbano ubicado en los alrededores de agencias tan prestigiosas como Abbott Mead and Vickers BBDO, Ogilvy, TBWA o JWT, y en ella se pueden leer mensajes como «Estás vendiendo deseos. Tienes poder y responsabilidad moral. Nos encantaría hablar contigo» o «Necesitamos tus actitudes y tu pasión. No para vender chocolatinas Snickers o el último patrocinio de BP, sino para cambiar el mundo».
El movimiento Brandalism, que agrupa a 80 artistas de todo el mundo, ya atrajo la atención de los medios en 2015, durante la Cumbre del Clima de París, cuando sus mensajes, en los que criticaban la hipocresía de las multinacionales y los gobiernos y denunciaban la contaminación tanto visual como medioambiental, aparecieron en los circuitos de vallas de la multinacional francesa JC Dacaux. Una de las piezas de Brandalism parodiaba los anuncios de Volkswagen con la frase «Sentimos que nos hayan pillado», en referencia al fraude de la empresa alemana en el control de las emisiones contaminantes de sus vehículos. Otras empresas ridiculizadas por Brandalism fueron Air France, Engie o Dow Chemicals.
Como reconocen en su web, muchos de los integrantes de Brandalism abandonaron el mundo de la publicidad para iniciarse en el activismo social y medioambiental. Quizá a alguno le sorprenda la mera existencia de una conciencia social en estos «renegados», antiguos creativos que muy probablemente tomaron copas en la terraza del Hotel Martinez en algún festival de Cannes, percibieron (al menos antes era así) sustanciosos sueldos por demostrar su talento al mundo, mientras disfrutaban de glamourosas fiestas pagadas por productoras de cine y medios de comunicación (al menos antes era así). Sin embargo, un alto porcentaje de las personas que trabajan en los departamentos creativos de las agencias de publicidad se autodefinirían como, digámoslo así, «progresistas», cuando no, simplemente de izquierdas, tal como sucede también con las gentes del cine, el teatro o la literatura. No es que la publicidad en sí sea incompatible con el desarrollo de una sociedad inspirada en los ideales que defiende los sectores más progresistas de la misma, pero hemos de reconocer que para alguien que, por ejemplo, abogue por la defensa a ultranza del medioambiente puede ser muy duro tener que hacer un anuncio para British Petroleum, o que para una feminista convencida podría resultar ciertamente difícil plegarse a la versión estereotipada que de la mujer hacen muchos anuncios de productos del hogar. (Al igual que imagino que para un católico fundamentalista supondría un dilema tener que hacer una campaña para Durex).
Son muchos los creativos que han experimentado esta especie de esquizofrenia ideológica, producida por un conflicto entre su trabajo y sus ideas más personales. A lo largo de mi carrera he conocido a directores creativos que simpatizaban con propuestas de vida alternativa, que despotricaban contra el «establishment» y que al mismo tiempo hacían campañas para grandes bancos, petroleras o cadenas de «fast food». Supongo que para todos estos creativos debía resultarles traumático poner su talento al servicio del capital, aunque nada de esto les impedía aumentar el suyo gracias a los astronómicos sueldos que percibían (al menos antes era así). También conocí a creativos y creativas fascinados con la espiritualidad de Oriente y su mensaje de renuncia y austeridad, que, curiosamente, no tenían el menor reparo en dejarse medio sueldo (al menos antes se podía hacer) en la compra de joyas, modelos de alta costura, coches de alta gama y derroches varios.
No, no os confundáis. No soy uno de esos furibundos neoliberales que babean viendo Intereconomía ni pertenezco a ese sector de la población que piensa que triunfar profesionalmente y ganar dinero es incompatible con tener sensibilidad social y luchar por la justicia en todos los ámbitos de la vida. Como decía el poeta, «hay en mis venas gotas de sangre jacobina». Lo que pasa es que nunca pude evitar sonreírme cada vez que uno de mis compañeros creativos comparaba su situación con la de un obrero de una fábrica o un agricultor de los que trabajan de sol a sol.
En cuanto a mí, creo que he tenido la suerte de no tener que elegir nunca entre mi trabajo y mis convicciones personales. Como he dicho más arriba, no es que carezca de estas últimas, pero el azar jamás me colocó ante este tipo de disyuntivas o quizá mis jefes me conocían y sabían muy bien qué trabajos no debían encargarme. En cualquier caso, siempre he pensado que el poder de la publicidad no es omnímodo; la publicidad propone, informa, crea tendencias, pero es el consumidor quien tiene la última palabra. No se puede vender espuma de afeitar a quien no tiene barba (o por lo menos, algo que rasurar). Depende en gran parte de nosotros, creativos publicitarios, ofrecer a los anunciantes y consumidores una publicidad veraz y honesta, que huya de los prejuicios y estereotipos sociales y que trate al consumidor como un ser inteligente y con capacidad de elección. Y si en algún momento nos enfrentamos a un conflicto ideológico insoslayable, debemos tener el suficiente valor y honradez para decir «no» a quien corresponda. Fue Bill Bernbach, el padre de la publicidad moderna, quien dijo: «Todos los que utilizamos los medios de comunicación masiva damos forma a la sociedad. Podemos hacer vulgar a esa sociedad, embrutecerla o ayudarla a elevarse a un nivel superior».