Nuevo capítulo: donde se narran las aventuras y desventuras de nuestro héroe en la agencia de los señores Young y Rubicam.

Entré en Young&Rubicam dominado por una sensación agridulce: por una parte, acababa de dar un gran paso en mi carrera profesional, al conseguir un puesto de Director Creativo en una de las agencias más importantes del mundo; por otra parte, dejaba en Bassat a muchos amigos, un lugar donde mi capacidad profesional era apreciada y reconocida, y, sobre todo, a la persona que ya se había convertido en mi media naranja. Sin embargo, estaba convencido de que era el destino el que me había conducido hasta allí. Fichar por Y&R representaba subir unos cuantos metros más en mi ascenso hacia la cumbre (eso me decía mi Pepito Grillo profesional); era un tren que no podía dejar pasar, una gran oportunidad para demostrar al mundo mi talento creativo, eso pensaba, pero en el fondo sabía que echaría mucho de menos compartir los mejores momentos del día con la dama que me había robado el corazón.

Young&Rubicam estaba, sigue estando, en la Avenida de Burgos, una calle sin demasiada personalidad, en un barrio bastante aburrido, sin tiendas, sin librerías, sin cines, casi sin bares. Lo único destacable de la zona era que, no muy lejos de allí, se encontraba un bar de copas que se llamaba «El Capitán», un lugar donde solían coincidir numerosos creativos y gentes de la profesión. Las oficinas de la agencia ocupaban la tercera o cuarta planta de un moderno edificio con fachada acristalada. Se accedía a ellas subiendo en un ascensor también acristalado, de esos que ves cómo te alejas del suelo mientras te elevas a toda velocidad.

Como he dicho al principio, llegué a  Young&Rubicam pensando que a partir de entonces mi camino hacia el éxito estaba completamente despejado. Nada más lejos de la realidad. A las pocas semanas de trabajar allí descubrí que sin pretenderlo me había metido en el escenario de una «guerra civil» cuyas consecuencias finales sólo podían resultar negativas para mí. En realidad debería haberlo sospechado cuando contactaron conmigo para hacerme una oferta laboral. La primera llamada que recibí fue de Douglas, el famoso head hunter de los 80 y 90. El Inglés que Amaba las Rosas, así se describió Douglas en una entrevista, me dijo que el Presidente de Young&Rubicam, un argentino cuyo nombre he olvidado, le había encargado la búsqueda de un Director Creativo que actuase como revulsivo para impulsar la creatividad de la agencia. Lo curioso es que aquel mismo día recibí también la llamada del Director Creativo Ejecutivo de Young&Rubicam, haciéndome una oferta para cubrir el mismo puesto, como si la anterior llamada de Douglas no se hubiera producido. La situación me pareció bastante extraña y confusa. ¿Por qué actuaban de manera tan descoordinada el Presidente y el Director Creativo Ejecutivo? ¿Trataba simplemente este último de ahorrarse los honorarios de Douglas o había algo más?

En cualquier caso, a pesar de que la situación no parecía del todo clara, me dejé atraer por los oropeles del éxito profesional (y también hay que decirlo, por el sustancioso sueldo que me ofrecieron) y decidí aceptar la oferta.

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Comencé a trabajar en mi nueva agencia a principios del verano de 1996. La noticia de mi incorporación a  Young&Rubicam apareció en todas las revistas del sector y en todos los artículos publicados se señalaba que mi fichaje respondía a un relanzamiento creativo de la agencia. Poco después llegaron a la agencia otros tres creativos dispuestos a revolucionar la creatividad de una agencia que hasta entonces no había destacado precisamente en ese aspecto. Uno de ellos era un viejo conocido mío, el director de arte Oscar Skelton, con quien ya había trabajado en Casadevall&Pedreño; los otros dos procedían de Brasil y eran una apuesta personal del Presidente, quien de hecho se refería a ellos como «mis brasileños».

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Dicen que la indumentaria de una persona refleja en gran medida su actitud hacia el mundo que le rodea. Por aquella época me dio por vestir de traje y corbata, tal vez porque deseaba tomarme muy en serio lo de ser Director Creativo, tal vez porque quería demostrar a los demás y a mí mismo que era un «jefe», quizá no un gran jefe, pero un jefe al fin y al cabo.

Sin embargo, como ya he dicho anteriormente, la situación que estaba viviendo en Young&Rubicam me resultaba bastante confusa. En principio, me habían contratado para mejorar la creatividad de la agencia, supervisando la labor de varios equipos, pero en seguida comprendí que la cosa no estaba tan clara. No es que me llevase mal con el Director Creativo Ejecutivo, un aragonés robusto y campechano, pero creo que sus intenciones con respecto a mí no tenían nada que ver con lo que el Presidente me había vendido. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que mi paso por Young&Rubicam careciera de aspectos positivos. Todo lo contrario: conocí a gente muy interesante y trabajé en grandes campañas para clientes como Heineken, JB, Repsol, Travel Club, Johnson&Johnson, Alcampo y muchos más. El ambiente en Young&Rubicam no era malo, tal vez algo encorsetado, como el que había vivido en Lintas. Lo único que rompía un poco aquel aire de clásica multinacional era la existencia en la planta inferior de una especie de cocina-comedor en la que habían instalado, por gentileza de Heineken, un barrilito de cerveza.

He olvidado muchos nombres, casi ninguna cara. Los nombres de los creativos brasileños eran Casio y Anselmo, apenas hablaban español, y para superar este problema, que como es de suponer afectaba bastante al trabajo del copy, pusieron en su equipo a una redactora llamada Tina Murcia, una chica muy dicharachera, con el pelo cortado al estilo militar. Otro de los creativos que había allí era Gonzalo Bianchi, un director de arte uruguayo, grandote y con aspecto de ogro bonachón; con él o a su lado trabajaba un redactor de esos de toda la vida, que cada viernes se marchaba a Barcelona y cuyo nombre no consigo recordar (Skelton y yo le dimos el apodo de «el Floating», porque parecía levitar constantemente de tan calmoso que era). Luego había un montón de juniors y trainees que, como suele ser habitual, se encargaban de las cuentas menos agradecidas de la agencia. En este grupo estaban Carlos Alija y Breno Cota, dos redactores que posteriormente alcanzaron grandes éxitos profesionales en algunas de las agencias más creativas fuera y dentro de nuestras fronteras. El primero era un gallego alto y barbudo, con unas terribles ganas de aprender y triunfar como creativo; el segundo, un brasileño desesperadamente tranquilote y distraído. También recuerdo a una chica, redactora si no me equivoco, llamada Julita Pequeño; a una directora de arte de «look» gótico y siniestro llamada Eva y a una muchacha pelirroja y pecosa que se llamaba María Pellicer, que luego trabajó del lado del cliente. Para reforzar aún más el departamento creativo, Oscar y yo llamamos a un director de arte de Bassat, Raúl Concheso, motero, fan de The Doors y aficionado por aquella época a los chistes del gran Chiquito de la Calzada.

En el Departamento de Cuentas estaban Mark Crumpton, un inglés muy inglés, terriblemente nervioso y devoto lector de las novelas de Thomas Hardy; Elise Eggers, una rubia americana que ya conocía de Lintas; una chica muy simpática y bronceada de nombre Mabel León; Amaia Bezares, una agradable y pizpireta chica de San Sebastián con aspecto de pin up de los 40; también recuerdo nombres como Lucía Cuesta, Lola González, Nelly Herranz, que venía también de Bassat;  un ejecutivo muy ejecutivo llamado Miguel Justribó… Allí también trabajaba una maravillosa sueca de nombre Marieanne Johansson, una gran defensora de los animales y las causas sociales. Había otra secretaria cuyo nombre no recuerdo (¿Pilar?) que creo que trabajaba para el Presidente, y con la que solía comentar los capítulos de «Melrose Place», una serie parecida a «Sensación de vivir» que se emitía por aquellos años (sí, ya sé, es vergonzoso, pero no sólo de Kant vive el hombre). En producción audiovisual estaba Javier Sobejano, un hombre que era incapaz de pronunciar dos frase seguidas sin soltar un chiste o un chascarrillo.

Como he dicho ya, siempre he pensado que en Young&Rubicam se desarrollaba un enfrentamiento soterrado entre los elementos más veteranos de la agencia y el nuevo Presidente. Tras las vacaciones de Navidad, un inesperado acontecimiento pareció corroborar mi teoría. Entonces no se hablaba de los Men in Black, aquellos que hace unos años mantuvieron en vilo al Sr. Montoro  durante meses, pero sin duda nosotros también tuvimos nuestro propio Man in Black, en la figura de un nuevo Director Creativo Ejecutivo procedente de la Ciudad Condal. Y le llamo «hombre de negro» porque jamás le vi lucir prenda que no fuera de ese color. Este hombre, de pelo engominado y apellido notablemente catalán, representaba la gran apuesta del Presidente. No es que tuviera nada en contra de los cambios -de hecho, se suponía que mis compañeros y yo formábamos parte del cambio- pero, sencillamente, nunca comulgué con sus métodos de trabajo. Recuerdo que al poco de llegar reunió a todos los creativos en una sala y nos hizo tragar un vídeo con los anuncios que había hecho para que viéramos cómo teníamos que hacer las cosas. No niego que en aquella bobina hubiese anuncios notorios, pero siempre he creído que el potencial creativo de una agencia se basa en la conjunción de distintas sensibilidades y maneras de abordar los problemas, y no en un estilo uniforme basado en los gustos de una sola persona. 

Pero si hubo una cuestión que pusiese de manifiesto nuestras diferencias profesionales, esa fue la de los horarios  Al Hombre de Negro le gustaba prolongar las sesiones de trabajo hasta altas horas de la noche, convocar reuniones inesperadas, llegar y salir tarde de la agencia, y eso no iba conmigo. Como ya conté en una entrada anterior, siempre he creído que para tener buenas ideas no hace falta echar horas y horas, sino saber aprovechar el tiempo. Nunca sintonicé con la cultura del «presencialismo» y siempre rechacé las «cortes» que surgen en torno a la figura de un creativo estrella, por lo que el choque entre ambos se hizo inevitable. No era una cuestión personal, pero su manera de entender el oficio nada tenía que ver con la mía.

Al cabo de unos meses recibí una amable invitación para formar parte del departamento creativo de la agencia de marketing del grupo, Wunderman se llamaba. Aceptarlo hubiera supuesto comenzar desde cero y renunciar a la indemnización que me correspondía por mi año en Y&R… A veces puedo parecer una persona distraída y que vive en otro mundo, pero como se dice vulgarmente, no nací ayer ni me he caído de un guindo. Naturalmente, rechacé aquella oferta-trampa y aguardé pacientemente a que me despidieran y pudiera cobrar mi merecida indemnización. El pequeño David de la publicidad había vencido al gigante Young&Rubicam. Unos días antes había estado hablando con José Luis Esteo sobre la posibilidad de incorporarme a Remo y, finalmente, había decidido contratarme.

Después de un confuso y turbulento año en Young&Rubicam, la fortuna volvía a sonreírme. De nuevo, caminaba por el lado soleado de la calle.

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